Los metieron a empujones en un vagón del camino de hierro y lo enviaron a la Central del Santa Rosa, en la Hacienda San Andrés, un ingenio de más de 46 caballerías propiedad de Domingo de Aldama. En el paradero de La Unión, a siete leguas de Matanzas y menos de una del batey, les mandaron bajar del tren y echarse al camino. Cuando llegaron al ingenio ya los estaban esperando para carimbarlos con la marca del nuevo dueño, que se la hicieron en lo alto de la espalda, y para bautizarlos de cristianos. A él le pusieron Pánfilo y de apellido popó, “que é el de su nación”.
Ahí comenzó su garrafal desdicha. Pánfilo tuvo que chapear caña de sol a sol y pasar noches enteras vigilando el destilado del jugo en las ollas hirvientes del trapiche porque el Santa Rosa tenía un tren de seis calderas que nunca se apagaban y los capataces no cesaban de advertir a los esclavos que el ingenio acostumbraba enviar anualmente a los Almacenes de Regla un mínimo de siete mil cajas de azúcar, cada una con sus dieciséis arrobas, no menos de quinientos bocoyes de miel de purga y otras tantas pipas de aguardiente de caña. Y como de ahí no se podía bajar, forzaban a látigo limpio la faena de la negrada.
Allí Pánfilo malvivía en un barracón de tronco y guano, dormía encadenado y vigilado por guardieros que le obligaban a trabajar desde las cuatro de la mañana hasta las ocho de la noche sin apenas descanso y poca comida, “que na más un día se tropezó un resto de tasajo nadando en el caldo de su rasión”. (…)
Pasaba sus jornadas al compás de amenazas de capataces tan malvados que solo hacían que “dá componte a esclavos, golpeá con látigo, cortá orejas, echá vinagre a heridas, hasé tumbadero y castigá con cepo”. Para Pánfilo aquella vida era tan cruel que un día decidió que no se conformaba más. Se encendió de veras, y ya se sabe que cuando los bozales se arrebatan no se les pasa la furia por las buenas, así que se escapó.
Había cogido el camino del monte y era cimarrón. Corrió y corrió sin descanso, cruzó cerros y fangales, se ocultó en cañaverales de lo más espeso, las pasó reduras, pero consiguió apalencarse en un refugio aislado al que namás se podía llegar a nado, atravesando un cenagal plagado de mosquito. El lugar, en plena manigua, era tan pestífero que a dos bueyes raros, mezcla de vaca y cebú, que se desorientaron en el manglar y llegaron perdidos hasta allí, se les pudrieron las pezuñas, por lo ponzoñoso del suelo.
En aquel palenque se había ido juntando una buena caterva de fugados que, poco a poco, construyeron casuchas sobre pilotes de palo y, cerca de un vado que tenía una fuente de agua dulce, un almacén subterráneo. En el sitio mandaba el coronel, nombramiento que correspondía al cimarrón más viejo.
Pánfilo estuvo por años apalencado y viviendo de lo más tranquilo hasta que, sin querer, se distrajo y se dejó ver. Unos rancheadores que andaban al acecho lo cazaron; amarraron su cuerpo a los caballos, lo arrastraron encadenado, restregándolo contra cuanta piedra había monte abajo, y lo entregaron de vuelta en la hacienda de Aldama.
Al patrón, que ya lo había dado por muerto y hasta había cobrado la póliza de su seguro, no le hizo gracia volver a ver a Pánfilo. Pagó de muy mala gana el rescate, porque aquellos tipos cobraban dos onzas de oro por pieza, rota o entera, viva o muerta, y las capturas de negros resultaban caras. Contaron que, después de pagar a los rancheadores, el amo ordenó al mayoral “¡Túmbenme a ese negro!” y se fue a dormir la siesta.
Cuatro esclavos vinieron y lo tumbaron. El mayoral le dio cuero hasta que se aburrió. Luego lo sacó a patadas del tumbadero, mandó que lo amarrasen guindando sobre una cuba de madera grande y metió dentro de la cuba tres perros rabiosos, para que le comiesen los pies. “Así se lo pensará dos veces antes de volver a echarse al monte”, dijeron que concluyó el muy filisteo.
Allí lo abandonaron, colgado, a merced de aquellas bestias devoradoras. Cuando el capataz regresó para liberar
a los animales, ya los perros se le habían comido tres dedos de un pie y uno de otro. Los esclavos que ayudaron
a descolgar su cuerpo contaron que Pánfilo tenía las piernas colmadas de mordidas sangrantes, arañazos, desgarros
y profundos tajos. Pura llaga abierta que se infectó y se llenó de gusanos.
Fragmento del capítulo 18 de "Una Casa en Amargura"