Al principio en “Sol Naciente” solo estaba el dueño con cinco chinos repobres y poco cubanizados, tanto que ni se habían cortado la coleta. Una tarde de tertulia compartimos un
traguito y la lengua se les desató a los orientales. Ahí nos enteramos de que ya ellos llevaban más de diez años en Cuba pero que recién habían llegado a La Habana, que cuando estaban en su tierra
habían tenido la mala hora de dejarse convencer para firmar una contrata pero que después se habían arrepentido y cuando intentaban dar marcha atrás, los fueron a buscar hombres armados a sus casas
y los metieron a la fuerza en una nave. Parece que los trajeron hasta acá amontonados en un clíper inglés con bandera española, un viaje más que funesto, pues venían demasiados hombres en el navío,
en desastrosas condiciones y con comida escasa y mala. Contaron que su barco se detuvo fuera del Morro y, sin saber dónde estaban ni comprender cosa alguna de cuanto les decían, en plena noche y
vigilados por hombres armados, los bajaron del barco para meterlos en vagones de transporte de azúcar.
Los fueron repartiendo de ingenio en ingenio. Nuestros cinco amigos estaban totalmente desorientados cuando los obligaron a bajar del tren y presentarse ante el mayoral del Guáimaro, en el valle de San Luís, no lejos de Sancti Spiritus,
un ingenio de ochenta caballerías propiedad de don José Mariano Borrell y Lemús, conocido y riquísimo hacendado que vivía en Trinidad. Explicaron que el ingenio era azucarero y grande, grande, con trapiche de máxima importancia y apeadero
propio en el camino de hierro para transportar directamente al puerto de La Habana la tremenda cantidad de azúcar que allí se producía. Tenía habitación de más de quinientos esclavos, la mayoría congos, que ocupaban un poblado de chozas
de barro y guano al pie de una loma. Que en dicho lugar vivieron martirio de cautivos, trabajando a toque de campana igual que negros y soportando un trato tan cruel que en ocasiones pensaron en el suicidio como único modo de liberarse de
tan inhumana existencia. Narraron que les obligaban a los trabajos más duros: tumbaban montes, rellenaban terraplenes a pleno sol, amontonaban bagazo, cargaban carretones de caña, abrían zanjas, aguaderas y cortafuegos a pie de sierra,
siempre con la sombra del capataz chiscando látigo y castigando por nada. Purita vida de esclavo por años, amigo. Qué tristeza.
Y así la pasaron, hasta un glorioso domingo en el que la jornada había amanecido de lo más normal y ni se imaginaban que aquella fecha iba a quedar marcada como día memorable. Se habían asustado de mañana, al oír que el administrador
del ingenio en persona llegaba a caballo y chillaba sus nombres. Ante el escándalo, la negrada toda asomó a las puertas y ellos, presurosos y atemorizados, se personaron ante su choza con la mirada baja y haciendo reverencias sin parar,
dispuestos a recibir castigo por cualquier cosa. Pero escucharon, atónitos, cómo aquel gallego, sin apearse del caballo, les venía a decir a voz en grito, que una de dos: o se marchaban del ingenio para siempre o continuaban cuatro años
más trabajando en iguales condiciones. Caso de aceptar lo segundo, tenían que confirmarlo ya mismo pues su póliza estaba vencida y si se quedaban, había que renovarla.
Por la cara de los chinos, el administrador comprendió que no se habían enterado de nada y añadió, desgañitándose:
—¡LA CON-TRA-TA! ¡LA QUE FIR-MA-RON! ¡QUE YA VENCIÓ!
Ellos sabían poco español pero dedujeron que lo que él vociferaba era lo que tanto habían anhelado desde el día que los trajeran de China. El soñado final de su contrata.
El hombre, fastidiado por la espera, espoleó el caballo y se dio una vuelta por la calle, cosa de imponer respeto; cuando volvió junto a los chinos chascó el látigo en el aire e hizo como que se quería marchar. Ante semejante amenaza, la respuesta de los cinco, aunque plagadita de reverencias, fue de lo más expeditiva.
—Chinos malchal. Quedal ingenio, no. Chinos il.
Ahí fue cuando el tipo se llevó la mano al saco de la camisa, cogió un lío de papeles, los lanzó hacia ellos, pegó vuelta y desapareció al galope.
Durante un rato no se escuchó más cosa que las pezuñas del caballo que se alejaba.
Cuando lo perdieron de vista se miraron los unos a los otros y fue como si de repente cayeran en la cuenta de lo que acababa de suceder. El mayor de los cinco recogió el rollo del suelo y explicó muy agitado que él pensaba
que aquello eran sus contratas ya vencidas, o sea sus cartas de libertad. Podían abandonar el ingenio. Incrédulos aún, todos empezaron a ponerse renerviosos preguntándose si lo que en realidad sucedía era o no era lo que ellos habían entendido.
Las lágrimas les asomaban sin control, de puro nervio, dieron en abrazarse emocionados, besando y venerando los documentos. Y los negros del ingenio se acercaron y los miraban con los ojos como platos sin comprender nada.
De ahí en adelante parece que todo transcurrió en sigilosa actividad. En menos de lo que dura un ‘el Verbo del Señor anunció a María’ ya tenían preparados los hatillos, se habían despedido de la gente y empezaban a enfilar, todavía recelosos, la calzada de salida. Cuando se vieron flanqueando la verja sin que nadie les diese el alto, la emoción fue tal que las piernas empezaron a movérseles solas y el paso se les aceleró más y más y no fueron capaces de detenerse, ni en todo ese día ni en la noche que siguió. Caminaban descalzos, nerviosos, parloteando en desordenada charla sin escucharse unos a otros, prometiéndose amistad eterna, jurando no separarse, llorando, repitiendo diez veces por minuto que eran libres, que se habían terminado sus desdichas, haciendo cábalas sobre lo fácil que les iba a resultar la existencia, sin mayorales, ni látigo, ni negros que los
pateasen por un bocado de fufú. Una perfecta algarabía de chinos que se desplazaba sobre la vía del tren cual ráfaga de viento a pasos menudos pero agilísimos. Y el ritmo no disminuyó hasta que divisaron los restos de una de las puertas de la muralla. Habían llegado a La Habana a pie, ni más ni menos que desde Sancti Spiritus.
Ya en la villa, la suerte no les abandonó, pero tampoco se les mostró a la primera. Tras varios días de deambular por calles y plazas, lavándose en las fuentes, huyendo de los guardias, durmiendo en escondrijos y alimentándose con desperdicios, dos de ellos andaban barruntando en alquilarse para mandaderos de bodega y otro en ofrecerse a una negra para freírle dulces, cuando Venancio Xing, que bajaba de mirar la cartelera del Tacón, los encontró apoyados en los cañones de una esquina. “Cinco chinos descansando a media mañana, pensó, eso es que no tienen faena”. Y se dirigió a ellos con toda cortesía. En medio de un despliegue de saludos, inclinaciones y reverencias, los seis iniciaron una conversación. Hablaron y se entendieron, sobre todo cuando Xing les rogó que le hiciesen el honor de acompañarle a su casa para compartir una taza de té, ofrecimiento que al quinteto debió de sonarle a gloria china. El caso fue que al final de la mañana todos salían ganando: ellos encontraban acomodo, cama y comida en el todavía no inaugurado tren de lavado, y Venancio Xing captaba cinco trabajadores fieles, muertos de ganas de trabajar y entregados a la causa.
Fragmento del capítulo 21 de “Una casa en Amargura”>