Con mil sonrisas y un gesto de la mano indiqué a mi invitada que todo estaba dispuesto y que podíamos subir al quitrín. Aceptó, aunque puesto que se había negado a separarse de tres bolsones y un par de sombrereras, emprendimos el camino hacia Amargura comprimidas como tres en un zapato.
Incrustada a mi lado, observaba con curiosidad el interior del carruaje: las borlas de los tiradores, las iniciales y el escudo bordado en los cojines, las agarraderas de plata y marfil, los faroles de cristal, cada detalle, incluida la alfombra que cubría el piso, fue objeto de sus detenidas miradas.
—Yo jamás había visto este tipo de landeau —opinó—. Es refinado.
—Me agrada que le guste —respondí—. Aquí a estos coches les decimos “quitrín”. En Cuba todas las familias pudientes disponen de uno o de dos en propiedad. Este lo compró el papá de mi mamá. A los extranjeros les llaman la atención nuestros
quitrines por su aspecto elegante, pero sobre todo por la majestuosidad de sus enormes ruedas, que en realidad no tienen otro objeto que impedir que vuelque el coche, pero, eso sí, le proporcionan un aspecto muy señorial. Esta mañana Ulises amarró un solo caballo, pero cuando salimos al campo suele atar dos, uno de monta, en el que va el calesero, y otro de pluma, para ayudar al tiro. Cada familia adiestra a sus caleseros particulares para que guíen suave y sin accidentes.
— …
—Ni se imagina usted lo difícil que es circular acá. Los habaneros tenemos la costumbre de acudir a los lugares a la misma hora, y no son pocas las ocasiones en que coinciden docenas de coches en idéntico pasaje… ¡El que una dama llegue o no con puntualidad a destino muchas veces depende tan solo de la pericia del calesero! Además, las señoras, cuando vamos de compras, no nos bajamos del quitrín para nada. Ya veo que le extraña, pero es así, mire por ejemplo el coche que está detenido allí, frente a la puerta de aquella mercería, los comerciantes salen a la calle para mostrar el género y las compradoras escogen lo que es de su agrado sin echar pie a tierra. Sucede parejo ante cada tienda, el quitrín se detiene, salen los vendedores, las damas aprecian la mercancía, regatean, compran… ¡pero ni hablar de mancillar el escarpín con el polvo de la acera! Por eso no es raro que coincidan varios quitrines en un recodo y, entre lo angosto de las calles y lo mal pavimentadas que están, transitar se vuelve complicado.
Fragmento capítulo 24 de “Una casa en Amargura”