Voy a demorarme un momento antes de continuar, para que el lector conozca al apuesto joven que me acompaña. Al inicio de estas páginas me he referido a él como mi “doméstico de confianza”, aunque en realidad desempeña un papel mucho más importante, tanto en mi vida como en mi casa, además de ser la única persona en este mundo con la que mantengo estrecha y diaria familiaridad. Su nombre es Ulises Horacio, lleva el apellido de mi familia y yo siempre le digo “mi muleque”. Para ello tengo que aclarar que en La Habana, cuando la que ahora les habla era niña chica, es decir a finales de los años cincuenta, apenas acababa de nacer un niño blanco y ya sus padres le regalaban un negrito. Por eso casi todos los chicos de buena familia disponemos de un muleque para nuestro servicio personal y es habitual contemplar la estampa callejera de bellos negritos con guantes y librea de terciopelo colocando la banqueta a los pies de sus amitos para ayudarles a subir al coche, o de mulequitas endomingadas que, cuando la familia va a la iglesia, caminan orgullosas dos pasos por delante de su amita llevando en las manos la silla y la alfombra de la Niña. El mío me lo regalaron cuando nací y atiende por Ulises Horacio, nombre que quiso ponerle mi mamá, la cual, como creo haber mencionado anteriormente, adoraba la literatura clásica. Ulises fue el único hijo que trajo al mundo nuestra cocinera, una carabalí de dientes limados y puntiagudos a la que llamamos Alegría, mujer de carácter dulce como cañamiel. La mamá de Ulises me dejaba totalmente maravillada viéndola ceñirse las coloristas telas que usaba para cubrirse el cabello y solo ella sabía amarrar de mil maneras. A Alegría decidió cruzarla mi abuela, que tenía muy buen ojo para emparejar machos con hembras y estaba más que orgullosa de los excelentes ejemplares que conseguía y de cómo había ido mejorando la calidad de su negrada. La joya que mi abuela tenía reservada para nuestra cocinera no era otro que Napoleón, el calesero de la casa, un imponente mandinga de rostro tatuado, gesto altivo y arrogante presencia al que le sentaba como un guante la pomposa elegancia del traje de cochero que el mejor sastre de La Habana le habían confeccionado para dejar bien claro nuestro apellido en la ciudad. (…) Toda una composición en el más puro costumbrismo habanero de alto nivel, porque vestir bien al calesero era importante, tanto que mi propia abuela, queriendo sentar sus reales como Dios manda en la villa, se desplazó personalmente con Napoleón y un puñado de figurines de moda para comandar el flamante uniforme a la medida del mandinga. (…) Y es que, como se decía entonces, “para saber si alguien es alguien en La Habana solo hay que mirar como viste al calesero”. Por fortuna, Napoleón y Alegría se gustaron mucho desde el primer encuentro y decidieron atreverse a solicitar la aprobación de los amos para formar familia. Concedido el permiso, no se separaron nunca porque se adoraban con sentimiento sincero y se querían de veras. A ambos los habían traído de África de niños por lo que fueron criados en la casa; con esto quiero decir que los dos habían crecido a las órdenes de la familia y nos pertenecían de viejo. Cuando, en el año treinta y tres, faltaron mis abuelos, que murieron con muy poco tiempo de diferencia en la epidemia del cólera morbo, tanto Alegría como Napoleón pasaron a ser propiedad de mi madre, a la que sirvieron siempre, en especial con excelente dedicación cuando enfermó. El nacimiento de su único hijo, que tardó sus buenos años en llegar, les colmó de felicidad; vinieron a presentarlo ante mis padres y, según me contaron, cuando lo vio mi mamá, que por aquel entonces estaba deseando tener un hijo propio, le pareció tan hermoso que quiso elegirle nombre y hasta decidió apadrinarlo con el sonoro nombre de Ulises Horacio.
Fragmento del capítulo 3 de “Una casa en Amargura”