Los doctores se marcharon y yo me retiré para que las sirvientas, que apreciaban de veras a Misterio, se ocupasen de lavar y vestir su cuerpo. Para no dejarme llevar por la angustia, quise ocuparme en algo. Resolví que en cuanto llegase el sacerdote, los de casa rezaríamos por ella un responso y cinco rosarios. Ya luego la expondríamos, amortajada y rodeada de flores, para que pudiesen visitarla cuantos deseasen verla por última vez. Dispuse que limpiasen bien el patio, que preparasen comida y bebida suficiente, que avisasen a los curas para organizar las exequias, que alguien se acercase donde las monjas a fin de procurarnos paños de luto, hachones, cirios y cruces, que mandasen traer una caja de madera sencilla, con tapa, a los empleados del tren funerario del señor Guillot, el de la calle San Lázaro, y que de paso contratasen allí mismo los necesarios servicios, incluido el traslado del féretro primero en andas y luego en carreta, que colgasen crespones en fachadas y ventanas y dejasen abiertas las puertas del zaguán para recibir libremente duelos y pésames, que todos mis sirvientes vistiesen sus mejores y más discretos vestidos y que atendiesen con solicitud y cortesía a cuantos acudieran a la casa. Finalmente dejé en manos de Ulises Horacio la triste encomienda de hacer correr la noticia por la ciudad.
Y falta a la verdad quien afirme que por ser morena o por haber sido esclava no se ocupó de dejar bien indicadas sus últimas voluntades. Sin buscar mucho dimos con una taleguilla de paño oscuro que contenía un rollo de papeles, unos cuantos objetos menudos y un aviso que ella misma había mandado redactar: en él disponía que, tras su muerte, nadie en la casa vistiese luto y que su funeral fuese alegre, que era su voluntad ser amortajada “en lienso blanco a imitasión del de Cristo Nuestro Señor y que en el día de mi fallesimiento se me diga una misa de cuerpo presente y al siguiente vigilia de tres lecciones”; solicitaba salir de la casa llevada “en las andas de la Perpetua Misericordia”, que acompañasen su cuerpo el cura y un sacristán de la parroquia con cruz baja y pocos monaguillos; que, camino del cementerio, se le hiciesen tres pasos con música de timbales y que la sepultasen en tierra cristiana de su propiedad. El escrito indicaba, incluso, las palabras que deseaba figurasen sobre su lápida:
Acá descansa desde el día…
Misterio del Cobre Montserrat Barthélemy.
Libre de color.
Yo lo tuve más que claro: todo se haría según su voluntad. Enseguida empezaron a llegar ofrecimientos. Para lo que pudiese necesitar, los vecinos me prestaban, cada familia, media docena de esclavos hasta el día del entierro. Las costureras de baratillo, que tantas y tantas jornadas había pasado Misterio planchando para ayudarlas, colaborarían con tortillas, frituras, refrescos y dulces. Los del cabildo africano proponían llevarla a su local y dispensarme las molestias del velorio; yo agradecí sinceramente la oferta pero la rechacé de plano: Misterio sería velada en casa y saldría del que fue su hogar a hombros, llevada por seis negros descalzos con levitas de colores, guantes y sombrero. Atravesaría por última vez la villa en un perfecto entierro, no de tres, sino de siete pasos, y habría africanas que clamarían su nombre y sus bonanzas en cada esquina que doblase el cortejo. Tendría su carreta fúnebre, su compás de tambores y sus canciones lastimeras. Que nadie me lo discutiese: Misterio gozaría muerta los honores que no pudo disfrutar en vida.
Fragmento capítulo 4 de “Una casa en Amargura”