Cuando entramos en conflicto armado contra España la tranquilidad de los que lucían corbata azul, prenda con la que se reconocían los patriotas cubanos y que, en tanto los españoles no descubrieron su significado, les permitió identificarse a simple vista, se truncó para siempre.
Sucedió a los tres meses de comenzar la Guerra Grande, el día 22 de enero de 1869.
En el teatro Villanueva se había organizado una función para recaudar fondos “a favor de los insolventes” — juego de palabras para no decir “a favor de los insurgentes”, o sea para financiar la guerra ―
y el cartel anunciaba la orquesta “Flor de Cuba” (dirigida por Juan de Dios Alfonso, con el trombonista Ramón Valenzuela) y la sátira
“Perro huevero aunque le quemen el hocico” interpretada por la compañía de Los Bufos Habaneros. Era una velada festiva que se prometía jubilosa. Mi padre, que también asistió, me contó que la sala era un mar de corbatas azules, que las mujeres
llevaban estrellas en el cabello y los vestidos adornados con cintas blancas, azules y encarnadas y que, pese a la presencia de algún que otro español y unos cuantos cubanos recalcitrantes, el público disfrutaba a carcajada limpia con las
bufonadas de los comediantes. Y que cuando, al final de la escena nueve, el actor principal proclamó: “No tiene vergüenza, ni buena ni regular ni mala, el que no diga conmigo: ¡Que viva la tierra que produce la caña!”, el público se unió a
él coreando una y otra vez “¡Que viva la tierra que produce la caña! ¡Que viva la tierra que produce la caña!”.
Como si el clamor de las voces hubiese desatado pasiones demasiado latentes, el ambiente se incendió y mientras sonaba el danzón, unos gritaban “¡Muera España!”, otros aplaudían la aparición de una bandera cubana que ondeaba libremente sobre los asistentes y el resto lanzaba vivas a Céspedes y a los héroes de Oriente. La sala retumbaba y el teatro todo, que era de madera, semejaba a punto de estallar.
Ignoraban que una nube de criollos con uniforme rojo tenía rodeado el lugar. Eran soldados del Cuerpo de Voluntarios, cubanos al servicio del Gobierno colonial que, informados por chivatos, se habían apostado sigilosamente fuera del recinto. Cuando advirtieron la algarabía, sin aviso ni advertencia, abrieron
fuego desde el exterior del teatro y a continuación irrumpieron en la sala disparando a diestro y siniestro. Hubo muertos, decenas de heridos y numerosos detenidos.
“Una casa en Amargura” Fragmento capítulo 11